Estuve tentado en decir “creativos y originales” años 90, durante los cuales TVE emitió ese programa tan idiosincrásico, Qué apostamos. En realidad se trata de un formato ya inventado, el italiano Scommetiammo Che concebido por Francesco Boserman. Y rizando el rizo, éste creó el Grand Prix del Verano, aunque me da que ese tipo de concursos patrióticos ya databan desde Bellezas al agua (evidentemente, en esta versión de Telecinco lo de menos era si ganaba un equipo u otro teniendo a las azafatas con síntomas de acaloramiento…).
Como muchos recordaréis (al menos los de mi quinta y pelotón anterior), la temática del programa era la apuesta de cuatro o cinco pruebas. “¿Lo conseguirá o no lo conseguirá?” Los apostantes eran otros tantos famosos. Era éste, en realidad, uno de los mayores enganches del programa. Se trataba de la época en la que a los telespectadores les interesaba ver más a Jesulín haciendo alarde de sus bastos conocimientos, que en comprobar si un tractor podía posarse sin problemas sobre una plataforma de papel higiénico. A cada uno de ellos se les asignaba una misma cantidad, y a partir de ahí se fijaba un límite máximo de 500.000 pesetas para apostar si determinado reto se lograría o no.
Las pruebas de Qué Apostamos eran rematadísimas a más no poder, sólo superadas por los que se atrevían a proponerlas al programa: memorizar cientos de números en diez segundos, a cargo del empollón que echaron de su pueblo por brujería; arrastrar un avión a diez metros, a cargo del musculitos que se alimenta de los polvos mágicos que le despachan en el Gimnasio Tauro; hacer una pirámide con mil copas de cristal sin que se caigan, a cargo de suegro y yerno (qué harán estos en Nochebuena cuando están aburridos).
También cabían en el programa de TVE el tener que saltar en puenting desde una grúa, a cargo del grupo de los coleguitas que siempre veremos en las noches locas del Pachá Ibiza; adivinar una canción de Disney con tan sólo escucharla una milésima, a cargo de un niño tan mono, tan mono, tan mono que sólo por eso valía la pena darle a papi y a mami el premio final para que le financien las Vacaciones Santillana y le abasten de libros Edebé durante el curso.
El público de Qué Apostamos votaba desde su casa por la prueba que le había resultado más impactante (daba igual si el todoterreno cedió ante la presión del castillo de naipes). Así, al ganador de Qué Apostamos le entregaban el importe más alto conseguido por uno de los famosos tras las sucesivas apuestas.
Los famosos invitados del concurso de La Primera se repetían cada temporada: Andrés Pajares, Norma Duval, alguna de las hermanas Hurtado (cuando no podía la otra)… Y entre tanta casposidad sentaban a una personalidad de renombre como Brigit Nielsen, Sofía Loren o Alain Delon, quienes por dificultades idiomáticas no se enteraban ni papa de qué iba cada prueba. Lo único importante era sonreír por contrato y reírle las gracias a Ana Obregón, porque a la salida cobrarían más que el valor del premio de la noche (que tantas cerillas encendidas sobre un globo costaron al ganador).
No hablemos de sus presentadores de Qué Apostamos: el pastoso Ramón García, quien se dejaba humillar por una hiperactiva Ana Obregón cada vez que le llamaba “Ramonchu”. A pesar de hacer una exhibición patética de guiños y mimos entre ellos, en realidad competían por ver quién era el más “jartible” de la noche, entre los chistes sin gracia de uno y las risas dislocadas de la otra.
El culmen del concurso nostálgico de TVE era la ducha, momento en que el apostante perdedor le tocaba meterse en una cabina de la que caía agua fría. Todo eso resultó teoría pajosa, porque era obvio que si Gina Lollobrigida era la perdedora, no la iban a remojar (no le fuese a encoger la peluca). El famoso de oferta (Marianico El Corto, por ejemplo) se ofrecía gentilmente a correr esa suerte. De todas formas, varias noches acababa Ana Obregón bajo la ducha a pesar de sus aparentes reticencias. En verdad, ya estaría pactado días antes. Y bien que le gustaba a Anita pegarse el chapuzón para que el vestido se le pegase al cuerpo y mostrar su figurín sintético, modelado a base de bisturí:
Qué Apostamos dio comienzo en 1993. Las sucesivas temporadas (y otros programas envidiosos que plagiaron la idea, como La batalla de las Estrellas y La Noche de los Récords) cansaron a la audiencia. Ya resultaba soporífero tragarse más de tres horas de pruebas cansinas. Aún así, cuando en 1997 se creía muerto y enterrado el programa, en 1999 volvió a amenazar desde la pantalla. No sé si es que la productora se cabreó por la negación de Anita a volver al redil, pero fue una buena venganza poner a Antonia Dell’Ate de sustituta. No duró más de seis semanas en La Primera. Nadie estaba ya por la labor de ser responsable de un suicidio colectivo.
La verdadera apuesta ganadora de Qué Apostamos ya la anunciaba al principio de este artículo: sueño placentero, amodorrado en el sofá, con los chillidos de Anita resonando en la cabeza.