Parece que la televisión española está más preocupada en sacar dramas, series históricas y ficciones de intriga. Íbamos a acabar la década sin esa serie juvenil que retratara las niñatadas de la época… Hasta que llegó Netflix y los alumnos del Instituto Las Encinas. Aunque con tramas desatadas por Instagram, esperaba ver en Élite los mismos problemas adolescentes de siempre: suspensos, drogas, sexo, mentiras pero sin cintas de vídeo (que para eso están los smartphones). Ahora bien, la serie de Netflix me ha sorprendido porque añade una maraña de relaciones que discurren paralelamente y convergen en un mismo detonante: su propio desenlace.
Ese desenlace es el que abre los primeros ocho capítulos de Élite. La fórmula del flashback está cada vez más en voga. Supongo que Darío Madrona y Carlos Montero, creadores de esta serie juvenil, se mamaron las temporadas de Cómo defender a un asesino (ABC, 2014 – ). Y si no, se inspiraron por gracia divina, ya que también arrancan con la agonía de sus protagonistas ante el cuerpo frío de una de la pandilla. Saber quién fue el causante y sus motivos embarcará al televidente en una compresible tarde maratoniana frente a la tele.
La historia original de Élite arranca cuando tres chavales de barrio son becados en un colegio de alto standing porque el suyo se derrumbó. Vamos, lo más normal en España, que si se cae un colegio manden a los tres más conflictivos a estudiar con unos niños pijos. Lo gracioso es que ninguno de los barriobajeros tenía intención de hacer amigos. Pero sus nuevos compañeros, celosos de su estatus, los ven como un enemigo porque tienen miedo de que aún sin tener donde caerse muerto sean más guays que ellos.

Ese “puedo pero no quiero”, entre otras contradicciones, hará que unos y otros caigan en lo peor de la otra categoría social. Por ejemplo, el personaje de Christian llega a Las Encinas con el objetivo simple de ganarse followers en su Instagram. Esa ambición irá más allá y querrá ser portada de la Súper Pop. Por otro lado, Marina Nunier es la apocada hija del arquitecto de Las Encinas, y como está tan aburrida de la vida a sus dieciséis años va a coquetear con la delincuencia. Sus nuevos amigos le descubren un nuevo mundo de perversión poligonera, y caerá como una niña sobre un chupa chup a la puerta del cole. Este crossover social será el potaje que alimenta Élite.
Aparte del factor thriller, la serie de Netflix se ha convertido en una de las más maratoneadas del mundo desde su estreno, el 5 de octubre, por otras razones. Y las escenitas de sexo son un buen aliciente, no nos engañemos. Élite está plagado de culos imberbes y tetas turgentes. No es que hablemos de relaciones tradicionales, sino que cada capítulo de Élite busca provocar el morbo de una generación a la que el sexo entre hombre y mujer se le queda corto. Habrán tríos, folladas gays, desvirgamientos, hoy me lo monto contigo y mañana con tu hermano… Y lo mejor (o peor, según para quién) es que no nos resultará para tanto.
La producción es otra medalla de esta serie de Netflix, que es deliciosamente cinematográfica. La fotografía de lugares comúnmente feos se vuelven escenarios que todos desearíamos visitar y sacarnos fotos. La música no puede estar mejor escogida, apareciendo en cada escena como un personaje más. El repertorio es tan versátil que nos encontramos a C Tangana y Rosalía dándolo todo hasta que un rato después suena La Casa Azul partiendo la pana.
¿Recomendaría ver Élite? Desde lueguísimo que sí. La serie de Netflix es una de esas que te empujan sobre el sofá y te atan a el. O al menos se convierte en una poderosa razón para volver a casa y seguir por donde lo has dejado. Élite ha renovado por una segunda temporada y no es que me alegre por saber cómo manejarán el asesinato del personaje. Me alegro por que se le de una nueva oportunidad a esa maravillosa forma de hacer ficción española y de que todos podamos revolcarnos sobre ella como cerdos.