Quién se le iba a decir a RuPaul hace cosa de 10 años. De hacer bolos en el Parque Santa Catalina a tener su propio imperio, ¡y casi donde tampoco se pone el sol!: televisión, música, libros, muñecas, ropa… ¿Qué le faltaba a la drag queen favorita de América? Pues su propia serie, AJ and The Queen. Tenía que ser de la mano de Netflix, que tanto le gusta experimentar. Pero, ¿estaría a la altura de su reality RuPaul’s Drag Race? Va a ser que no. El mayor (si no único) aliciente para verla es su protagonismo absorbente. Después de una visuada no debo más que condenar este atrevimiento.
He de confesar que ni miré antes la sinopsis. Me eché a ver AJ and The Queen sólo por darme otra sobredosis de pelucas y purpurina. Y es que precisamente así empieza, con el personaje de RuPaul dándolo todo en un antro de Nueva York. Aquí aparece rodeada de su más preciada camada de hijas, paridas en su carrera de drags: Bianca del Río, Valentina, Manila Luzon, Eureka O’Hara… Sí. Es un piloto que se vino muy arriba, quizás sin darnos algo tan distinto de lo que nos podíamos imaginar de ese “RuNiverso”.+
Una vez que RuPaul se quita la peluca volvemos a identificar a su homónimo masculino, que disfruta de una bonita velada en un chino vacío con un chulazo como sacado de su “pit crew”. La escena era una pantomima queer de Sexo en Nueva York (HBO, 1998-2002). No hay que olvidar que uno de los co-creadores de AJ and The Queen es Michel Patrick King, a quien le debemos la franquicia de los Cosmopolitan, Manolos y Sarah-Jessica Parker en un mismo pack. Todo parecía predecir una producción con picardía a borbotones. La apuesta arriesgada llega con el propio giro de guión minutos después.
Ruby Red es estafada por el chulazo, que es latino (imperdonable cliché). Lejos de ahogar sus penas como hacía Carrie Bradshow encerrándose una semana en su apartamento de Manhattan, Robert decide coger una caravana y calzarse en clubs de mala muerte, a lo largo y ancho de los conservadores estados del sur, junto a una niña moribunda y malcriada que no conoce de nada. Perdón, pero es que estas vueltas de guión ya no son ni de telefilm de Divinity. Me recuerda a aquellas propuestas infumables de los guionistas de Spiceworld: The Movie (Bob Spiers, 1997).
A partir de entonces, cada episodio de AJ and The Queen narra una escala, cada cual con giros tremebundos. Eso sí, la temática es bien diversa: clasismo y ebriedad, la disparatada sanidad norteamericana, bullying y escopetas, tetas falsas y Diana Ross. A todo esto serán perseguidos por el mismo chulazo latino (aún no entiendo a cuento de qué, si ya se robó el dinero) junto a una poligonera tuerta que tampoco tiene sus metas claras salvo la de pararse a comer en todas las hamburgueserías de carretera. Este vaivén de emociones hará que Robert se encariñe con AJ, esa niñita de armas tomar que lo único que desea es el calor de un hogar. Pero como está desesperada va a dar por saco todo lo que pueda.
AJ and The Queen es una serie asquerosamente moralista. De hecho cada entrega empieza con unas reflexiones del personaje preadolescente con música de biblioteca de fondo. Vamos, la calidad no puede ser más famélica, ¡con la de dólares que gana RuPaul con sus convenciones anuales de drags! Así, cada episodio de esta serie de Netflix trata sobre los perjuicios de la sociedad norteamericana, los derechos de los padres sobre sus hijos, la homofobia, el acoso profesional, el cáncer, incluso la taxidermia.
Desde luego que en cada capítulo de AJ and The Queen seguiremos viendo el cameo de algunas ex concursantes de RuPaul’s Drag Race, como algo encorsetado que debe darse sí o sí. No vamos a negar que es algo que no deseemos, si bien es de los pocos enganches de los seguidores hacia esta serie de Netflix. Pero para quienes no estén al tanto de ese “RuNiverso”, no tendrán el gusto de reír o de emocionarse si no son fans de las situaciones previsibles y simplonas.